Los partidos y los
congresistas se sienten equivocadamente dueños
de los sufragios que colocan a determinado representante
en el Parlamento.
La reciente renuncia
de Luis Solari a Perú Posible y a su bancada
ha planteado una vez más el problema de los congresistas
que, tras haber llegado a ocupar una curul como representantes
de determinado partido, deciden pasarse a otro conglomerado
político o convertirse en independientes. El
fenómeno en cuestión fue epidémico
en los últimos años del fujimorismo, pero
durante el presente gobierno ha alcanzado también
proporciones preocupantes, pues del 2001 a la actualidad
suman ya 13 los parlamentarios que han abandonado sus
bancadas de origen. Es decir, más del 10% de
la representación nacional ha cambiado de camiseta
en estos tres años y todo hace suponer que esa
tendencia se va a acentuar de aquí al 2006, pues
en su afán por ser reelectos, muchos parlamentarios
buscarán seguramente desmarcarse de las vinculaciones
partidarias que pudieran haberse convertido en un lastre
político ante los ojos de los electores.
Hasta el momento
las mayores críticas lanzadas contra este tipo
de transfuguismo se han centrado en la traición
que el mismo supone frente al partido que con “sus
votos” habría colocado al veleidoso congresista
en cuestión en el Legislativo. Pero la verdad
es que, en sentido estricto, esos votos no le pertenecen
ni al partido ni al parlamentario peregrino, sino a
los votantes que los depositaron en el ánfora.
Es cierto que ese acto se realiza a veces pensando en
el programa de la organización política
que presenta al candidato por el que se opta, pero ese
no parece ser un criterio suficientemente sólido
como para concluir que la curul obtenida le pertenece
al partido.
En realidad, a quienes estaría traicionando el
congresista que cambia de bancada y de actitud política
es, pues, a los votantes. Y, en esa medida, debería
recaer en ellos, más que en el partido de origen,
la capacidad de sancionarlo.
Para que ello pueda suceder, sin embargo, hacen falta
modificaciones sustanciales en nuestra ley electoral.
Para empezar, necesitamos acabar con el distrito electoral
único, que impide vincular estrechamente a los
mandantes con aquel que recibe su mandato. Si a cada
legislador, en cambio, le correspondiese un universo
específico de votantes identificados en una circunscripción,
los electores podrían fiscalizar de cerca la
conducta de su representante, y no reelegirlo en el
próximo periodo si es que consideran que los
ha defraudado. Si a eso le agregásemos, además,
una renovación del Parlamento por tercios, los
congresistas comenzarían a sentir en la nuca
la respiración de sus mandantes y no tenderían
a olvidar tan fácilmente a quién le pertenece
el voto que los ha puesto en ese bonito hemiciclo.
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