Se atribuye a Leroy
Beaulieu haber introducido en la historia del pensamiento
la errónea idea de que el capitalismo conduce
necesariamente a la guerra. De ahí la tomó
Hobson al inventar, con fortuna, el concepto de imperialismo,
de donde pasa al socialismo a través de la obra
del propio Lenin.
La vulgata marxista
convirtió el error en dogma y hoy vemos cómo
mucha gente-inclusive de buena intención- repite
el argumento a propósito de nuestras relaciones
con Chile. Así, sería un atentado contra
la seguridad nacional hacer negocios con empresarios
chilenos, comprar sus productos y aun venderles los
nuestros. Invertir equivaldría a una invasión.
Privatizar, a una traición.
La verdad,
sin embargo, es que tales prejuicios carecen de asidero
en la realidad: el mercado tiende a acercar a las naciones
y a su necesaria cooperación. En toda nuestra
historia nunca ha sido Chile menos amenaza para nosotros
que ahora, pues es de tal magnitud su presencia económica
en nuestro país que sería totalmente contraproducente
para sus intereses pensar en una aventura belicista.
Inversión
e invasión
No sólo hay inversión
chilena en nuestro país y, en menor medida en
Bolivia; también hay inversión peruana
en Chile. Además de la meramente empresarial,
esa inversión se expresa también en la
notable presencia de migrantes que, invirtiendo su capital
humano en ese país, están creándose
las oportunidades para su propia superación y,
de paso, trayendo por tierra unos de los prejuicios
tradicionales de la geopolítica chilena delineados
por Portales: la diferencia racial entre nuestros pueblos.
No es una exageración sostener, entonces, que
si alguien está siendo invadido, literalmente,
no somos nosotros.
Por ende, aunque
sólo fuera por las malas razones, si de lo que
se trata es de fortalecer a las fuerzas armadas peruanas,
la mejor manera de hacerlo no será creando un
fondo para renovar su armamento –como sorprendentemente
ha propuesto PPK- sino incrementando el comercio y el
desarrollo de los mercados con Chile. A los más
furibundos e irresponsables belicistas debería
fascinarles la idea de usar el dinero y la experiencia
de un supuesto enemigo para propiciar el desarrollo
de su propio país.
Por cierto, hay
todavía mucho lugar para reflexionar sobre nuestras
relaciones con Chile y Bolivia. Más allá
de la simplicidad con que el problema generalmente se
aborda, este se encuentra en el origen de nuestra nacionalidad.
Las reformas borbónicas le dieron forma política
a la realidad económica existente hacia finales
del siglo XVIII, creando nuevas instituciones de gobierno
colonial que reflejaran la relación entre Bolivia
y Río de la Plata y Chile con el Perú.
Con ello se puso término a la organización
anterior que, introducida por los Austrias, desde la
conquista nos había vinculado supuestamente con
el Altiplano como consecuencia de la geopolítica
incaica.
En “La Iniciación
de la República, Jorge Basadre se pregunta si
no estuvo ahí la raíz de las dos guerras
que sostuvimos en el siglo XIX y cuya sombra se extiende
hasta hoy.
La política
exterior peruana osciló en aquel entonces entre
el eje del Pacífico, posterior a las reformas
borbónicas, en el que se alineaban Portales y
Blanco Encalada en Chile y en el Perú, Gamarra
y Castilla; y el eje andino, buscando la legitimidad
histórica de los tiempos de los Austrias, en
el que se alineaban Santa Cruz en Bolivia y Orbegoso
en nuestro país.
El
eje andino
No obstante su derrota militar en la primera guerra
con Chile, que trajo a tierra la Confederación,
la idea del eje andino triunfó políticamente,
al punto de convertirse desde entonces en uno de los
principios sacrosantos de la política exterior
peruana.
Por él fuimos nuevamente a la guerra en 1879
y tuvimos que aceptar el trauma de la derrota y la desmembración
de Tarapacá y Arica. Por él, hemos mantenido
una política de herida abierta con nuestro vecino,
expresada primero en la falta de ejecución de
algunos puntos del Tratado del 29 y más recientemente
en la falta de delimitación evidente de la frontera
marítima. Por él, los políticos
civiles han tenido que aceptar la tutela militar todo
el siglo XX.
La pretendida intención
boliviana de negociar “gas por mar”, asociada
con el Perú en el mejor de los casos o, en el
peor, utilizándolo solo como compañero
de viaje, no es más que una variación
contemporánea del mismo argumento.
Por ello, una de las paradojas más notables de
nuestra relación con Bolivia y Chile es que,
en momentos en que la retórica belicista nuevamente
se enciende, la realidad marcha en sentido contrario:
el mercado acerca a nuestros pueblos intensamente. Diera
la impresión de que, mientras la sociedad civil
marcha en un sentido, el estado político va en
otro.
Tal vez sería
oportuno recordarles a los belicistas que la historia
universal tiene por lo menos un ejemplo sobre cuya base
deberíamos sacar conclusiones: la relación
entre Francia y Alemania. Después de matarse
salvajemente a lo largo de los siglos y llegar al paroxismo
de la violencia durante las dos guerras mundiales, no
solo lograron entenderse, sino entender de hecho a toda
Europa gracias a la construcción de un mercado
libre entre ellas. Así las fuerzas del mercado
lograron la paz y lo que nunca pudieron conquistar ninguno
de los grandes guerreros.
Los belicistas
deberían entender, entonces, que es más
barato y decisivo-solo por utilizar palabras de su fácil
comprensión- conquistar Chile a través
del trabajo honesto de los maestritos peruanos, del
pisco y la chirimoya y de las recetas de Gastón
Acurio, que apostar por la ilusión imposible
de los MIG, los T-55, las fragatas Lupo y el horrendo
negocio de los comerciantes de la muerte.
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